La veo así, chiquita. La veo así, hecha un ovillo y cansada
de esos golpes que le dan los demás pero que a veces, más seguido de lo que
quisiera, también se da ella misma. Así, frágil. Como una pequeña niña perdida
en la vastedad de una inmensa ciudad que no hace más que hacerla ver a ella
todavía más pequeña y a la enormidad de su entorno aún más abrumadora. Como un
manojo de sentimientos que no se terminan de corresponder pero que se asemejan
lo suficiente como para mantenerse unidos.
No sé qué me pasa, pero quiero abrazarla fuerte y no
soltarla. No sé qué me pasa, pero me siento un poquito más vivo que ayer y casi
con seguridad menos que mañana. La veo así, pero también como un intempestivo
volcán a punto de estallar. Como una fuente de carácter cuyos bríos escapan al
control de cualquier mortal, o lo desean más de lo que pueden, sin que eso mine
ese angelical viso de dulzura que impone su figura.
Siento que quiero, siento que puedo, y casi que necesito
hacerla reír. Su sonrisa me pone nervioso, pero no con esos nervios que duelen
sino con esos que disfrazan el bálsamo de una caricia suave para un corazón
lastimado. Si nada de lo que surge de mi cabeza se materializa de la manera en
la que lo planeo, no importa ya si ella sonríe. No sé qué me pasa, pero ese
simple gesto basta para ponerle color a cualquier día de película de domingo
lluvioso.
También la veo como esa imperturbable armadura que trae tras
de sí una coraza más dura que el diamante. Que trae un pasado a cuestas y no se
avergüenza de él, pero sí quiere dejarlo bien atrás, archivado entre la medida
justa que va del recuerdo al tormento. La veo así, como un cofre repleto de
secretos que en su interior guarda bajo siete llaves esa verdad que mis ojos
captan, sin embargo, sin ninguna necesidad de atravesarlas. Esa verdad que
dice, que grita y que implora casi a ciegas que solo quiere que la quieran.