martes, 11 de noviembre de 2014

Hipnosis

Cuando llegó ella el impacto fue total. Los rostros de todos los que se encontraban presentes en aquel pasillo se voltearon casi al unísono, y su sereno andar fue en desmedro de la exaltación que se había generado con su presencia. Vestía un jean negro y un pulover celeste que le calzaban a la perfección a su esbelta figura, y acompañaba su caminar con unas zapatillas negras que contrastaban con los aires de elegancia que imponían tanto su ropa como su sola presencia.

Su pelo, atado solo parcialmente, se desplegaba de modo tímido contra el viento a medida que ella acrecentaba su marcha. Sus ojos, mientras tanto, reflejaban una incomodidad que era casi imperceptible pero que estaba allí, detrás de ese oscuro brillo marrón que emanaba de la profundidad de su mirada. Sin embargo, ella sonreía. Seguía avanzando y sonreía. Las facciones de su rostro casi no se inmutaban a medida que la puerta de entrada hacia el aula se hacía más cercana, y a cada paso se volvía más y más encantadora.

El entorno parecía no notar el maremoto de sensaciones que la sobrevolaban, y permanecía cautivo de sus encantos. Su perfume era, ante todo, uno de los mayores hipnóticos que operaban en ese cuadro, y acompañaba de modo justo al aire angelical y a la vez infernal que la rodeaba. Ese aroma era un soplo de aire fresco, pero también una droga que no se quería dejar de consumir. Era un alivio, pero también una adicción que completaba una escena casi lujuriosa. Escena que, con un sonido en forma de saludo al llegar finalmente a la puerta, terminó por completar ese particular proceso de hipnosis.


martes, 4 de noviembre de 2014

Arrebatos

Yo quiero. Yo puedo.
Con mis complejos a cuestas,
Y la terquedad de tus apuestas.
Con mis rotos sueños pasados
Y tus amores ideales aplastados.
Yo tengo miedo. Pero puedo.


domingo, 28 de septiembre de 2014

De elixires engañosos


“Sería tan interesante que el estado
que produce el alcohol fuera algo duradero”,
me descubrí pensando casi sin querer.
La cabeza me daba vueltas, pero en un sentido
que lejos estaba de ser algo preocupante.

Los aromas eran más fuertes, y el impacto instantáneo
de las imágenes que entraban por mis ojos
gozaba de un placentero e insípido sabor particular
que, en contrapartida, no hacía más que agudizar
la algarabía recurrente de lo que el resto de mis sentidos osaban por captar.

La respiración, mientras tanto,
fluía al compás de una brisa entrecortada pero sostenida,
que se veía sistematizada por los periódicos tintineos
que mi mano producía al tamborilearse contra la fría mesa de chapa
que se ceñía por debajo de mis trémulos brazos.

Los pensamientos, esos crueles estigmas
que cual cuchillos implacables me atormentaban a cada instante,
parecían encontrarse aletargados,
diseminados por menesteres más pueriles
que los correspondientes a mi habitual estado de sobriedad absoluta.

Así, esa agobiante y cotidiana opresión en el pecho de la cual era presa inobjetable
durante extensiones de tiempo indefinidas, de repente, se hacía invisible.
Así, entonces, el alivio se hacía efectivo al menos de manera momentánea,
y esa sed de inconciencia en estado puro,
irrefrenable durante mis catarsis más profundas, se veía finalmente saciada.

Pero claro, todo es pasajero, y rápidamente la noción inicial,
disparadora de todo este mar de descripciones estériles,
me sometía ante el flagelo de una realidad que,
más tarde o más temprano, asomaba como ineludible.


viernes, 5 de septiembre de 2014

Extravíos


Tus ojos, extraviados voluntariamente durante el invierno de tus sentimientos, se enfocan otra vez. Mientras la escarcha que supo aletargar tus sentidos ya no te impide moverte, sino que por el contrario te insta a ponerte en movimiento, te vas obligando a despertar.

Las hojas marchitas yacen en el piso pero ya no siguen cayendo, y el ciclo parece próximo a empezar de nuevo. Mientras te desperezás se te escurre un suspiro delator, que te recuerda que el tiempo corre a un ritmo ciertamente irregular cuando le das la espalda.

Con la mirada perdida te acercás a la ventana, sin ver más allá que ese habitual y monótono cielo de color gris, que nunca cambia. Fijo, inerte, te va consumiendo poco a poco todo atisbo de felicidad, a medida que vas deseando, cada vez más, volver a perderte en los indefinidos límites de tu memoria.

Buscás sin ver, pensás sin pensar, y hacés de lo sencillo algo complicado; caminás al compás de la improvisación. Andás, sin tapujos, por la cornisa de una realidad que se opacó en tu mente pero que a fin de cuentas, solo olvidaste sacarle brillo.

Recuerdos que se rehúsan a quedar en eso, recuerdos.


lunes, 1 de septiembre de 2014

Al final del camino




Muy de a poco fue abriendo sus ojos. Sabía que ni bien cayera en la cuenta de cual era la realidad, preferiría no haber despertado. Era temprano aún, pero su estómago no paraba de crujir dando claras muestras de disconformidad. Estaba acostumbrado ya. No recordaba la última ocasión en la que esa sensación no le carcomiera la mente. Quizás de chico, cuando la civilización se encontraba al borde de un abismo que desconocía, y dirigía sus acciones de modo casi automático en pos de un progreso y un crecimiento tan vacíos como irreales.

De mala gana fue incorporándose en ese desvencijado asiento trasero de un auto abandonado que hacía las veces del aposento más cómodo del que había disfrutado en semanas. No recordaba su nombre, aunque estaba bastante seguro de que era Mariano. O quizás Martín. Lo que sí no recordaba era la última vez en la que lo había oído de boca de otro, ya que estaba convencido de que el tiempo que había transcurrido desde la última vez que había interactuado con un semejante era algo cercano a una eternidad. Varios años hacía ya que había muerto su mujer, su sostén, como gran parte del mundo que habitaban.

Sin embargo, su crujir interior era ciertamente persistente, y lo hizo volver a la realidad. Tenía que ponerse en marcha, porque quizás algún habitual grupo de bándalos llegaría a su parador, y se apoderaría de lo único valioso de lo que disponía. Las pocas últimas gotas de combustible que había logrado recolectar, y que guardaba como el elixir más preciado en el interior del tanque de su motocicleta eran ese tesoro. Con desgano, pero con la certeza de que era lo mejor que podía hacer, abandonó ese galpón y fue dejando atrás ese auto abandonado que le había servido de albergue.

Hacía ya mucho tiempo que transitaba los caminos, sin ningún lugar a donde ir. La supervivencia era su única meta, y su fiel motocicleta y un tentador revolver con una sola bala su única compañía. No recordaba como había adquirido ninguno de esos instrumentos, y solo estaba seguro de que había sido al morir Agustina. Después, de paraje en paraje, consumiendo lo que encontrase y durmiendo donde pudiese reposar sin ser perturbado, fue transcurriendo sus días. Días que se transformaron en meses, y meses que fueron años. Con todo esto en su mente, se puso un andrajoso abrigo que encontró entre un montón de chapas, y emprendió nuevamente su marcha.

Sabía que hacía mucho tiempo que había dejado atrás San Nicolás, pero no sabía a ciencia cierta en qué lugar del país se encontraba. Estaba perdido, pero eso no lo preocupaba demasiado. Sabía que en realidad lo único que lograba intentando subsistir era retrasar su muerte. Necesitaba urgentemente más de ese oro negro y líquido que tanto cuidaba, y estaba seguro de que era prácticamente una utopía. No sabía donde estaba pero si sabía que era menester encontrarlo, aunque solo pareciese haber desierto en cada una de las direcciones en las que mirara.

Cada vez estaba más seguro de que no lo lograría, pero seguía sin asustarse. En el fondo quería terminar todo. Estaba esperando que el motor se detuviese para marcar el final de su camino, y ese guiño del destino no se hizo esperar. De ahí en más, el calor y la locura. La inútil espera y el frío desgarrador contrastaban en la noche. Todos los esfuerzos durante tantos días eran nulos e insignificantes al lado de lo que vivía en estos momentos. Días largos e interminables, cada vez más precarios. Y de repente, la lucidez. En la funda de su moto se encontraba la salvación. Con las pocas fuerzas que aún no habían abandonado su cuerpo se arrastró hacia allí, para asir con sus dedos el frío metal del revolver que había olvidado.