lunes, 1 de septiembre de 2014

Al final del camino




Muy de a poco fue abriendo sus ojos. Sabía que ni bien cayera en la cuenta de cual era la realidad, preferiría no haber despertado. Era temprano aún, pero su estómago no paraba de crujir dando claras muestras de disconformidad. Estaba acostumbrado ya. No recordaba la última ocasión en la que esa sensación no le carcomiera la mente. Quizás de chico, cuando la civilización se encontraba al borde de un abismo que desconocía, y dirigía sus acciones de modo casi automático en pos de un progreso y un crecimiento tan vacíos como irreales.

De mala gana fue incorporándose en ese desvencijado asiento trasero de un auto abandonado que hacía las veces del aposento más cómodo del que había disfrutado en semanas. No recordaba su nombre, aunque estaba bastante seguro de que era Mariano. O quizás Martín. Lo que sí no recordaba era la última vez en la que lo había oído de boca de otro, ya que estaba convencido de que el tiempo que había transcurrido desde la última vez que había interactuado con un semejante era algo cercano a una eternidad. Varios años hacía ya que había muerto su mujer, su sostén, como gran parte del mundo que habitaban.

Sin embargo, su crujir interior era ciertamente persistente, y lo hizo volver a la realidad. Tenía que ponerse en marcha, porque quizás algún habitual grupo de bándalos llegaría a su parador, y se apoderaría de lo único valioso de lo que disponía. Las pocas últimas gotas de combustible que había logrado recolectar, y que guardaba como el elixir más preciado en el interior del tanque de su motocicleta eran ese tesoro. Con desgano, pero con la certeza de que era lo mejor que podía hacer, abandonó ese galpón y fue dejando atrás ese auto abandonado que le había servido de albergue.

Hacía ya mucho tiempo que transitaba los caminos, sin ningún lugar a donde ir. La supervivencia era su única meta, y su fiel motocicleta y un tentador revolver con una sola bala su única compañía. No recordaba como había adquirido ninguno de esos instrumentos, y solo estaba seguro de que había sido al morir Agustina. Después, de paraje en paraje, consumiendo lo que encontrase y durmiendo donde pudiese reposar sin ser perturbado, fue transcurriendo sus días. Días que se transformaron en meses, y meses que fueron años. Con todo esto en su mente, se puso un andrajoso abrigo que encontró entre un montón de chapas, y emprendió nuevamente su marcha.

Sabía que hacía mucho tiempo que había dejado atrás San Nicolás, pero no sabía a ciencia cierta en qué lugar del país se encontraba. Estaba perdido, pero eso no lo preocupaba demasiado. Sabía que en realidad lo único que lograba intentando subsistir era retrasar su muerte. Necesitaba urgentemente más de ese oro negro y líquido que tanto cuidaba, y estaba seguro de que era prácticamente una utopía. No sabía donde estaba pero si sabía que era menester encontrarlo, aunque solo pareciese haber desierto en cada una de las direcciones en las que mirara.

Cada vez estaba más seguro de que no lo lograría, pero seguía sin asustarse. En el fondo quería terminar todo. Estaba esperando que el motor se detuviese para marcar el final de su camino, y ese guiño del destino no se hizo esperar. De ahí en más, el calor y la locura. La inútil espera y el frío desgarrador contrastaban en la noche. Todos los esfuerzos durante tantos días eran nulos e insignificantes al lado de lo que vivía en estos momentos. Días largos e interminables, cada vez más precarios. Y de repente, la lucidez. En la funda de su moto se encontraba la salvación. Con las pocas fuerzas que aún no habían abandonado su cuerpo se arrastró hacia allí, para asir con sus dedos el frío metal del revolver que había olvidado.



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