Muy de a poco fue abriendo sus ojos. Sabía que
ni bien cayera en la cuenta de cual era la realidad, preferiría no haber
despertado. Era temprano aún, pero su estómago no paraba de crujir dando claras
muestras de disconformidad. Estaba acostumbrado ya. No recordaba la última
ocasión en la que esa sensación no le carcomiera la mente. Quizás de chico,
cuando la civilización se encontraba al borde de un abismo que desconocía, y
dirigía sus acciones de modo casi automático en pos de un progreso y un
crecimiento tan vacíos como irreales.
De mala gana fue incorporándose en ese
desvencijado asiento trasero de un auto abandonado que hacía las veces del
aposento más cómodo del que había disfrutado en semanas. No recordaba su
nombre, aunque estaba bastante seguro de que era Mariano. O quizás Martín. Lo
que sí no recordaba era la última vez en la que lo había oído de boca de otro,
ya que estaba convencido de que el tiempo que había transcurrido desde la
última vez que había interactuado con un semejante era algo cercano a una
eternidad. Varios años hacía ya que había muerto su mujer, su sostén, como gran
parte del mundo que habitaban.
Sin embargo, su crujir interior era
ciertamente persistente, y lo hizo volver a la realidad. Tenía que ponerse en
marcha, porque quizás algún habitual grupo de bándalos llegaría a su parador, y
se apoderaría de lo único valioso de lo que disponía. Las pocas últimas gotas
de combustible que había logrado recolectar, y que guardaba como el elixir más
preciado en el interior del tanque de su motocicleta eran ese tesoro. Con
desgano, pero con la certeza de que era lo mejor que podía hacer, abandonó ese
galpón y fue dejando atrás ese auto abandonado que le había servido de
albergue.
Hacía ya mucho tiempo que transitaba los
caminos, sin ningún lugar a donde ir. La supervivencia era su única meta, y su
fiel motocicleta y un tentador revolver con una sola bala su única compañía. No
recordaba como había adquirido ninguno de esos instrumentos, y solo estaba
seguro de que había sido al morir Agustina. Después, de paraje en paraje,
consumiendo lo que encontrase y durmiendo donde pudiese reposar sin ser
perturbado, fue transcurriendo sus días. Días que se transformaron en meses, y
meses que fueron años. Con todo esto en su mente, se puso un andrajoso abrigo
que encontró entre un montón de chapas, y emprendió nuevamente su marcha.
Sabía que hacía mucho tiempo que había dejado
atrás San Nicolás, pero no sabía a ciencia cierta en qué lugar del país se
encontraba. Estaba perdido, pero eso no lo preocupaba demasiado. Sabía que en
realidad lo único que lograba intentando subsistir era retrasar su muerte.
Necesitaba urgentemente más de ese oro negro y líquido que tanto cuidaba, y
estaba seguro de que era prácticamente una utopía. No sabía donde estaba pero
si sabía que era menester encontrarlo, aunque solo pareciese haber desierto en
cada una de las direcciones en las que mirara.
Cada vez estaba más seguro de que no lo lograría,
pero seguía sin asustarse. En el fondo quería terminar todo. Estaba esperando
que el motor se detuviese para marcar el final de su camino, y ese guiño del
destino no se hizo esperar. De ahí en más, el calor y la locura. La inútil
espera y el frío desgarrador contrastaban en la noche. Todos los esfuerzos
durante tantos días eran nulos e insignificantes al lado de lo que vivía en
estos momentos. Días largos e interminables, cada vez más precarios. Y de
repente, la lucidez. En la funda de su moto se encontraba la salvación. Con las
pocas fuerzas que aún no habían abandonado su cuerpo se arrastró hacia allí, para
asir con sus dedos el frío metal del revolver que había olvidado.
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