domingo, 1 de febrero de 2015

Horizontes

La veo así, chiquita. La veo así, hecha un ovillo y cansada de esos golpes que le dan los demás pero que a veces, más seguido de lo que quisiera, también se da ella misma. Así, frágil. Como una pequeña niña perdida en la vastedad de una inmensa ciudad que no hace más que hacerla ver a ella todavía más pequeña y a la enormidad de su entorno aún más abrumadora. Como un manojo de sentimientos que no se terminan de corresponder pero que se asemejan lo suficiente como para mantenerse unidos.

No sé qué me pasa, pero quiero abrazarla fuerte y no soltarla. No sé qué me pasa, pero me siento un poquito más vivo que ayer y casi con seguridad menos que mañana. La veo así, pero también como un intempestivo volcán a punto de estallar. Como una fuente de carácter cuyos bríos escapan al control de cualquier mortal, o lo desean más de lo que pueden, sin que eso mine ese angelical viso de dulzura que impone su figura.

Siento que quiero, siento que puedo, y casi que necesito hacerla reír. Su sonrisa me pone nervioso, pero no con esos nervios que duelen sino con esos que disfrazan el bálsamo de una caricia suave para un corazón lastimado. Si nada de lo que surge de mi cabeza se materializa de la manera en la que lo planeo, no importa ya si ella sonríe. No sé qué me pasa, pero ese simple gesto basta para ponerle color a cualquier día de película de domingo lluvioso.

También la veo como esa imperturbable armadura que trae tras de sí una coraza más dura que el diamante. Que trae un pasado a cuestas y no se avergüenza de él, pero sí quiere dejarlo bien atrás, archivado entre la medida justa que va del recuerdo al tormento. La veo así, como un cofre repleto de secretos que en su interior guarda bajo siete llaves esa verdad que mis ojos captan, sin embargo, sin ninguna necesidad de atravesarlas. Esa verdad que dice, que grita y que implora casi a ciegas que solo quiere que la quieran.


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