La hoja se extiende sobre la mesa y dos manchas oscuras lo
hacen a lo largo de ella. El apagado tono negro de la tinta sobre el papel no
ensombrece el panorama, ni altera las sensaciones. Todo parece sumirse en una
armonía tan simple como absoluta, bajo la cual esas anónimas máculas permanecen
impasibles, como si fueran dos rostros enfrentados que se miran uno al otro.
Enigmáticas, se entrecruzan sutilmente, eludiendo todo matiz de duda y
fundiéndose casi en un único trazo que, aun así, alcanza para reflejarlas en su
máxima pureza. Esa perfección se trasluce en un regocijo incontenible, que
emana a fin de cuentas de dos abstractas siluetas que, para bien o para mal, no
dejan de ser retazos de tinta dispuestos de manera tan caprichosa como la que
dicta el puño del pintor.
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