“Sería tan interesante que el estado
que produce el alcohol fuera algo duradero”,
me descubrí pensando casi sin querer.
La cabeza me daba vueltas, pero en un sentido
que lejos estaba de ser algo preocupante.
Los aromas eran más fuertes, y el impacto instantáneo
de las imágenes que entraban por mis ojos
gozaba de un placentero e insípido sabor particular
que, en contrapartida, no hacía más que agudizar
la algarabía recurrente de lo que el resto de mis sentidos
osaban por captar.
La respiración, mientras tanto,
fluía al compás de una brisa entrecortada pero sostenida,
que se veía sistematizada por los periódicos tintineos
que mi mano producía al tamborilearse contra la fría mesa de
chapa
que se ceñía por debajo de mis trémulos brazos.
Los pensamientos, esos crueles estigmas
que cual cuchillos implacables me atormentaban a cada
instante,
parecían encontrarse aletargados,
diseminados por menesteres más pueriles
que los correspondientes a mi habitual estado de sobriedad
absoluta.
Así, esa agobiante y cotidiana opresión en el pecho de la
cual era presa inobjetable
durante extensiones de tiempo indefinidas, de repente, se
hacía invisible.
Así, entonces, el alivio se hacía efectivo al menos de
manera momentánea,
y esa sed de inconciencia en estado puro,
irrefrenable durante mis catarsis más profundas, se veía
finalmente saciada.
Pero claro, todo es pasajero, y rápidamente la noción
inicial,
disparadora de todo este mar de descripciones estériles,
me sometía ante el flagelo de una realidad que,
más tarde o más temprano, asomaba como ineludible.