Esos ojos tristes ya no encierran las penetrantes miradas
que supieron cautivarse con las suyas en un abismo más allá del tiempo y del
espacio, ni esconden la adrenalina propia de esos temores camuflados, testigos
de algo maravilloso pero desconocido.
Esos labios tímidos no necesitan ya de sus besos aún más
tímidos, ni piden a gritos el suave e irresistible roce de esa trémula piel que
supo ser tan cercana y adictiva, casi familiar, pero que en la cruda realidad del hoy se erige tan
fría y ajena.
Esas manos pequeñas ya no se entrelazan con el calor de
aquellas que a su manera supieron contenerlas, ni exploran tras de sí el placer
de una caricia mutua que trasciende lo corporal para llegar en un sentido no
tan metafórico a ese inacabable desvarío que llamamos alma.
Esa silueta que juntos conformaban ya no se vislumbra por
los pasillos de su vida, y se va perdiendo poco a poco entre los escombros del
orden azaroso que impera en su memoria, al ritmo de un humor que oscila mientras
el calendario continúa su cauce de modo casi normal.
Esos ojos profundos. Esos trémulos labios. Esas manos frías.
Esa peculiar silueta. Todos esos y esas pequeñas partes de un todo inacabado e
inacabable forman un ejército de memorias que, cual postales, se vuelven indelebles y,
más temprano que tarde, logran engañar al tiempo.
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